En muchas ocasiones no sabemos cuales son nuestros auténticos deseos y necesidades, no nos atrevemos a mostrarnos a los demás tal cual somos.
La necesidad de adaptarnos al entorno hace que a veces nos alejemos de nuestra verdadera esencia. Recuperar ese instinto recuperador puede ser algo maravilloso y gratificante.
En ocasiones nos comportamos como una especie de ineptos emocionales al no permitirnos manifestar nuestras necesidades de forma clara y transparente, es nuestro ego el que lo padece y siente...
El resultado que obtenemos con este tipo de erupciones afectivas es poco recomendable, no nos ayuda a pasear por la vida de una manera cómoda y saludable.
En el momento de nuestro nacimiento somos la especie que más dependencia del entorno manifiesta, necesitando, para conseguir desarrollarnos como seres autónomos y sanos, un proceso de ayuda y cuidado largo en el tiempo y delicado en las formas, sin el cual no podríamos sobrevivir.
Conforme vamos creciendo nos encontramos con uno de los mayores conflictos con los que tenemos que lidiar a lo largo de esta vida, la habilidad para relacionarnos con nuestro entorno más cercano puede ser un conflicto de amor-odio infranqueable. Cuando nuestras necesidades no son satisfechas como pedimos, experimentamos frustración y agresividad, sentimientos útiles para luchar por la satisfacción de estas necesidades.
Todos nuestros miedos van, en mayor o menor grado, conformando nuestra personalidad, nuestra forma particular de estar en este mundo y, como si de gafas invisibles se tratara, vemos la vida a través de los colores que tiñeron nuestra infancia, de todos esos asuntos inconclusos que permanecen en nuestra historia personal. La manera aprendida de dar y recibir afecto podemos repetirla después a lo largo de los años, manifestando en ocasiones un miedo infantil que nos impide expresarnos plenamente desde nuestro interior.