La persona que más ha influido en mi vida, para bien y para mal, posiblemente haya sido mi madre.

Era increíble: atractiva, inteligente, ingeniosa, simpática, sociable, divertida, acogedora, una seductora nata. Era inconstante, perezosa, desesperante, acaparadora, sarcástica y venenosa, depresiva y alcohólica.

Nuestros amigos la adoraban. Muchas veces salíamos y al no encontrarlos por ningún sitio, sabíamos donde estarían: en casa con ella, que les acogía como polluelos bajo su ala protectora, les daba café o whiski, churros o croquetas, tabaco o partidita de cartas.


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Sí, mi madre, era una persona muy simpática y cordial, con un gran poder de seducción y un innato encanto que la hacían muy atractiva, muy cercana, muy agradable.

Tenia por costumbre hablar con todo el mundo (chicos y chacos, decía ella); y se dolía con todas las desgracias ajenas, incluso cuando sus propios problemas eran enormes y difíciles de solucionar.

No era raro encontrar en el salón a una mujer maltratada que buscaba consuelo, a la niña del tercero que quería irse de casa, al marido de la panadera que tenia problemas de dinero... Más de una vez nos encontramos con que nuestras camas estaban ocupadas por gente de paso, a la que raramente volvíamos a ver.

También las puertas estaban abiertas a la juerga y al cachondeo. Nunca faltaba un "güisquito", ni un cigarrito para los colegas. Hubo una época en la que incluso había timbas de póquer, de dados y de "podrida", juego éste que nunca comprendí pero que causaba verdadera adicción en mis amigos, que podían quedarse hasta las tantas, muertos de risa, perdiendo y ganando lo que se permitía apostar: macarrones, garbanzos o pesetas, dependiendo de la hora, de la cantidad de gente que hubiera y de si era primero o últimos de mes.

En Alcobendas, donde yo vivía en esa época, había entonces una avalancha de mormones que intentaban conquistarte a base de buenas maneras, trajes impecables, sonrisas profiden y la palabra de uno de esos dioses protestantes tan prácticos. A su vez, llamaban a la puerta Testigos de Jehová, extremadamente insistentes y sin ningún sentido del humor.

Mi hermana y yo teníamos unos amigos que estudiaban Teología en Comillas y que también paraban por casa: las croquetas de mi madre eran famosas entre nuestros conocidos.

Una tarde, mi madre quedó con los mormones y con los Testigos; se aseguró de que vendrían los teólogos y por su parte hizo venir al hermano de mi padre que coqueteaba con el Opus Dei... La reunión fue un éxito una vez se dejaron de lado las posturas más extremas. Mi madre repartió infusiones a losTestigos, agua o zumo a los mormones, güisqui y café a los universitarios, a su cuñado y a ella misma y coca cola con mucha cafeína a sus hijas.

Estuvimos de charla hasta cerca de las 3:30 de la mañana, lo cual les costo una amonestación a los mormones que tenían toque de queda y graves dudas religiosas a mi tío, que desde entonces dejo de ir a misa.

El ser tan poco rígida y saberme adaptar ante cualquier rareza, idiosincrasia o característica ajena, es la mayor (quizá, la mejor) influencia que me dejó en herencia mi madre.


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Cuando le diagnosticaron cáncer de mama, se acobardó tanto que no supo enfrentarse a lo que suponía tener que luchar con uñas y dientes (ella, que se mordía las uñas hasta el hueso). Nunca superó la mastectomía, ni el hecho de llevar una prótesis o perder el pelo y tener que ponerse pelucas o turbantes.

Se llevó el disgusto de su vida cuando, a raíz del tratamiento, se le empezó a caer el pelo. Tan agobiada estaba con la lenta caída de sus mechones, que un día se metió en el baño ella sola, cogió la maquinilla de afeitar de mi padre y entre lagrimones y sorbos de DYC (su favorito), se rapó la cabeza como un lama.


Ella que siempre disfrutó poniéndose gorros, sombreros o pañuelos, que probó todos los cortes y colores posibles en su pelo, tuvo que esperar mucho tiempo hasta que una pelusa plateada y suave cubrió su cabeza.

Y nunca estuvo más guapa que entonces.

Nos mintió con mucha gracia y desparpajo hasta el final.

Y sus ojos nos dieron las miradas mas claras, su sonrisa era más cálida y sus manos más suaves, cuando estaba despidiéndose sin saberlo ella ni nosotros.

Fue la persona fuerte más frágil que he conocido. Y la mujer débil mas dura que vaya a conocer jamás.

Han pasado más de dos décadas desde que se fue, cuando aún no había cumplido los 48, y era apenas dos años más mayor de lo que yo soy ahora, Y todavía, muchas veces, cuando tengo algo que contar, primero pienso en ella, en correr a buscarla, en llamar su atención, en hacerla sonreír, en ser el objeto de su cariño.


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Hoy, 4 de agosto, hubiera cumplido 70 maravillosos años.

Feliz cumple, mamá





Buenas tardes, a todos.