Las paredes tienen oídos,
vientre y sangre.
Pero que no lo sepa el aire,
que lo ignoren el invierno
y el vendedor de esponjas;
que no se enteren mis fotografías que hablan;
que mi amor, oh montañas, oh cielos,
no levante su voz como raíz dulcísima.

Las paredes tienen oídos,
dientes, venas.
Pero que yo nunca, fumando,
diga su breve nombre de madera.
Que yo nunca sonriendo, pronuncie
su verdad: la cálida verdad.

Porque las paredes, como los sótanos,
tienen grandes oídos de herrumbre y frío,
desesperanza y pavor,
desconsuelo y locura.

Que yo nunca, en voz baja,
diga que he vuelto a amar.

Efraim Huerta, El retorno

Crujen los suelos, gruñen los goznes, tiemblan los cimientos.

La casa de sangre y huesos en la que habita, roto, mi corazón, se evidencia como una ruina a punto de desplomarse de pura tristeza, a punto de derrumbarse de puro dolor. La desolación se viste de tibia noche, de silencio helado, de llanto ardiente. El frágil termómetro del amor marca la gélida temperatura del desconsuelo.

Dame tu mano, abre tus brazos, no me digas que no llore, no me pidas que no sienta, no esperes que desee nada que no sea tu ternura ofrecida sin preguntas. Y toma, sin miedo, esta piel dolorida, y cierra con besos estos ojos anegados, no te diré que no me toques, no te pediré que te vayas, no esperaré que entiendas este desordenado universo de mi mente...

Tal vez, un día, amor mío, aprendamos que compartir unicamente la desesperación, sólo asesina la esperanza. Quizá, mi amor, un día, aceptemos que curar el desconsuelo ajeno, pasa por poner a un lado el propio...





Buenas madru-noches...